El hábito de la
desesperación es peor que la desesperación misma.
Albert Camus, La
peste.
La
vaina se volvió seria cuando noté que la cerveza se había acabado, del papel
higiénico aún quedaban existencias en el supermercado, pero por ningún lado
pude encontrar zanahorias, toda la vida me he considerado paranoico, incluso
cuando veía corrillos de personas hablando y volteaban a la vez para mirar
hacia donde yo estaba o por donde venía me creaba ideas y formaba
conspiraciones y burlas en mi contra. Así se me fue a vida entre paranoias y
especulaciones. Cuando crecí las ideas paranoicas me perseguían y cada vez más
se hacían más y más reiterativas, así me gané enemigos que nunca lo supieron y
amistades lejanas que nunca llegaron a serlo.
A
mis paranoias me acostumbré justó cuando las empecé a ver como parte de mi
cotidianidad: ir al estadio y pensar que la tribuna norte se iba al piso por
estar brincando todos al mismo tiempo, o por ejemplo vivir en el 16avo piso de
una urbanización y pensar constantemente que en cualquier momento un terremoto
habría de sacudirnos tan duro que el edificio se desplomaría mientras que
nosotros que andábamos dormidos no podíamos remediar esa muerte natural por el
movimiento y trágica por el cómo moríamos. Incluso aun estando en la cama, a
veces mi esposa se mueve y el colchón se sacude y yo ya voy pensando en el
bendito sacudón dentro de la escala de Richter.
Otra
de mis paranoias constantes es la que me sucede por lo menos dos o tres veces a
la semana que al amanecer me despierto asustado pensando que irremediablemente
me voy a morir, estoy juagado en sudor, el corazón a punto de reventar y el
pulso alterado. Me da una sed muy fuerte.
Y
la última que desarrollé en el último año es que en cualquier momento bajando
del oriente antioqueño, lugar para el cual la empresa para la que trabajo me
envió a laborar, justo cuando comenzaba a descolgar el transporte por la
avenida Las Palmas me despertaba y experimentaba que nos íbamos a salir de la
carretera y saldríamos volando por ese precipicio por el cual se ve el valle
del Aburrá.
He
tratado de luchar contra mis paranoias o llámelas usted como quiera, miedos,
mejor así, pero ha sido imposible. Lo cierto es que cuando comenzaron con las
noticias que el COVID19 llegó a Colombia traté de estar tranquilo y logré
controlar mis paranoias, incluso cuando se propagó el rumor que justo dos pisos
debajo de donde yo trabajo llegó una paciente de 25 años con el coronavirus, en
ese momento yo estaba muy tranquilo, lo que me llevó a tranquilizarme fue
pensar que el COVID19 solo mataba adultos mayores y a mí me faltan casi 30 años
para serlo. Sin embargo y pese a los comentarios, a las decisiones tomadas por
mi empresa y los gobernantes nacionales y locales yo seguía manteniendo la
calma, debo reconocer que tuve atisbos paranoicos cuando uno de esos primeros
días en el edificio que trabajo estaba completamente vacío y solo estábamos los
trabajadores, muy pocos en realidad, me tocó bajar por los lados de la piscina,
no me encontré con nadie, al subir comencé a experimentar que me seguían y no
era nada más y nada menos que los zombies de 28 days later, sentía que me agarraban con sus manos de muertos
vivientes y corrí con todas mis fuerzas por las escalas hacía arriba hasta
llegar a mi puesto de trabajo.
El
segundo atisbo paranoico sucedió tres días después.
Era
sábado y ya se habían prendido las alarmas, ya nos habían dicho que no
saliéramos a las calles que esto ya era un asunto de salubridad, que evitáramos
tumultos y estar en espacios con más de cinco personas o reuniones de 500, al
llegar a casa mi esposa me pidió que fuera a comprar algunas cosas al
supermercado, nosotros vivimos relativamente cerca de dos cadenas que venden a bajo costo, pero mientras subía hacía
ellos pasé por la revuelteria y estaba
muy llena, en la equina vi a unos señores que hasta esa tarde los comencé a
notar de manera consciente, recordé las veces que pasé por allí, si los veía
pero no los tenía grabados en la cabeza en esa cantidad que se encontraba en la
tiendita, eran muchos, cada que pasaba
por allí si los veía pero no creía que fueran tantos. Además ¿a quién esperaban
allí?
Subí
al supermercado y cuando entré comencé a ver las cosas como si estuvieran decodificando
la realidad: no había cerveza y el papel estaba a punto de terminarse, pensé en
lo borracha que es esta ciudad y en lo cagajona, pero al momento relacioné lo
de la cerveza y el papel higiénico con el COVID19, además ayudó ver a las
personas con tapabocas, la enfermedad me hizo más susceptible ante la realidad;
cuando se entra a esos supermercados se sale rápido, esa tarde me demoré más de
los normal, cuando salí volví a mirar a los viejos, se doblaba la cantidad de
cuando pasé por su lado ¿De qué hablaran?
Pues de lo que hablan los jubilados, me dije.
Mientras
caminaba por la acera del otro lado de la calle que de por sí es oscura volví a
experimentar los pasos detrás de mí de los muertos de 28 days later, esa vez recé el padrenuestro, el avemaría y creo que
recité hasta el dulce Jesús mío, mi niño
adorado, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto. Cuando llegué a la casa
decidí escribir un diario de lo que vendría. Creí observar demasiado y decidí
guardarlo como memoria:
Diario de una peste
Día 1.
No
hay cervezas, se acabaron las zanahorias. La gente de Medellín caga mucho.
Al
siguiente día volví a salir, los mismos viejos en la tienda y hasta más, el
mismo ritmo de compra en el supermercado, pero esta vez las personas ya no
hablaban, una niña estornudó tras de mí y todos la miraron con rabia, incluso yo,
ni el papá ni la mamá le dijeron algo, la
hermana mayor le dijo Qué pena Estefany, usted no se tapó parce, qué pea salir
con usted a la calle y se río.
Al
legar a la casa escribí.
Día 2.
No
hay papel ya, ni zanahorias, ni cerveza, ¡Ahh! Y tampoco arepas.
Estaba
preocupado por las arepas y porque las personas estaban más paranoicas que yo.
Ayer
lunes amanecí con un orzuelo en el ojo izquierdo, el día se me fue trabajando y
organizando cosas del trabajo, a las cinco de la tarde no aguanté más y me
dirigí a la farmacia, antes de salir mi esposa me encargó traer varias cosas
del supermercado, me dirigí al mall y por primera vez el bar de la esquina
estaba cerrado y sin música, sorprendente, suelen poner su música a todo
volumen y tener un par de mesas con personas consumiendo.
Compré
la pomada y me devolví en mis pasos y seguí hacía el supermercado, en la
esquina seguían día y noche sentados los mismos treinta viejos en esa tienda
que estaba igual de longeva que ellos, una sumatoria de años, me los imaginé ahí
gozando de su pensión, o lo mejor eran jubilados solitarios que estaban
esperando a que la muerte o el COVID19, que es la misma parca disfrazada de
gripa, viniese por ellos para llevárselos. Pasé rápido por allí y me dirigí al
supermercado, al entrar noté que estaba más vacío que antes: no había pollo, ni
carne, ni embutidos, ni leche, tampoco verduras, el papel que me imagino
surtieron esa mañana iba ya por la
mitad, pasé por la sección de parva y no encontré las galletas ducales, tampoco
jengibre; hice una fila de cuarenta minutos y cuando pasé por el lado del lugar
de la cerveza no vi ni una, ya estaba a punto de llegar a la caja cuando a un
señor lo hicieron pasar delante de mí porque era un adulto mayor, sentí lo
peor, pero me contuve, cuando llegue a la
casa me baño de nuevo, pensé, éste señor se llevó todas las existencias de
leche.
Salí
rápidamente pensando que ese lugar tenía muchas personas adentro y que no tenía
ventilación, pasé por el lado de los viejos que hablaban si se decía brasier o brasiel,
me distancié dos metros de ellos, pero agudicé mi sentido de la escucha; al
llegar a la tienda de la otra esquina alcancé a ver que estaba muy llena, me
quedé afuera esperando que salieran las personas, pero me entró un terror
tremendo: a lo mejor se acababa lo que venía a buscar y sin pensarlo ingresé,
efectivamente solo había una zanahoria y una sola miel y no tenían ya jengibre.
Compré lo que necesitábamos y regresé inmediatamente a mi casa, mientras
caminaba veía entrar gentes y más gentes a ambos supermercados y salir con sus
cosas, estaban como locos, Paranoicos,
pensé.
Entré
a mi casa, me quité la ropa en el baño y me bañé por ahí quince minutos. Luego
salí y escribí.
Día 3.
·
Hoy había zanahorias, pero no encontré
arepas.
·
Tampoco galletas Ducales, se les hará
difícil a los ducalistas (quise sentirme gracioso) y a los burribistas
sobrevivir.
·
Tampoco hay cerveza, aunque no la tomo
quiero dejar constancia que estaba agotada desde que comenzó la crisis
epidemiológica.
Rematé
mis memorias de ese día diciendo:
·
No se asusten, pero los zombies andan
desabasteciendo los supermercados.
Y
en ese momento caí en cuenta de algo: las personas sufren de la misma paranoia
mía, cada uno tiene sus propios miedos y sus propias maneras de sugestión,
entonces no soy tan único y exclusivo, me sentí mal por ser tan del común ¿qué
podía hacer? Nada, absolutamente nada, entonces me pregunté ¿si soy del común, por qué reprimirme?
Decidí
que mañana mismo compro lo que pueda en papel higiénico, en servilletas, en
antibacteriales, también compraré un mercado para dos meses y me encerraré con
mi esposa y mi hija a esperar que el mundo se acabe por culpa de esta pandemia,
mientras que los muertos vivientes se matan entre ellos por las calles y el
mundo sigue girando sin detenerse ¿de casualidad un terremoto o un fenómeno
natural podrá acabar con esos pobres infectados que están en las calles
penando?