El rito iniciático consistía en profanar las letras más desastrosas de la historia literaria universal. Primero se recogían aquellos libros que tuviesen indicios de pertenecer al género de espiritualidad o superación personal. Títulos como Deshojando girasoles, Andrea no quiere morir, La oración del Sapo, Te amo, pero soy feliz contigo, Biografía paramilitar y no autorizada del oso Yogui, entre otros, esto hacía que la colecta bibliográfica fuese un acto tipo Gestapo nacionalsocialista.
Después
de tener una buena cantidad de libracos de sabidurías tontarronas, se invitaba,
secretamente, a los que se pretendía iniciar en el culto de las buenas letras
profanando con la quema aquel género decadente, no literario que todos
odiábamos a la par.
Escogíamos
a personas que consideráramos estaban a nuestro nivel lector, y que
abiertamente hubiesen hablado mierda de algún escritor de dicho tipo de
literatura.
Si
lo miramos desde una perspectiva de la logia, podríamos llamar ministros de ella
a los que citaban a los participantes de la quema en determinado lugar de la
ciudad para desde allí partir al lugar secreto donde arderían las letras siniestras
de aquellos que con su positivismo creaban enjambres de peones mentales que
creían toda la basura que ellos les escribían y les hacían tragar, esos libros
merecían la quema porque eran como la changua de la literatura. Las
invitaciones, por supuesto llegaban por correo electrónico, indicando la fecha,
la hora y el lugar establecido. Cuando los convocados estaban congregados se les indicaban los
autos que se habían dispuesto para transportarlos y nos marchábamos en el acto
a algún lugar secreto de las montañas antioqueñas.
Al
llegar al lugar escogido, los ministros iniciaban el rito con el descorche de
una botella de vino, luego se servía y se les ofrecía en orden aleatorio a los
participantes que estaban protegidos contra el frío con chaquetas, bufandas o
ruanas si era el caso de ser un lugar en tierra fría 8generalmente eran estos
tipos de lugares los que se solían escoger). El vino era acompañado con
pasabocas que se disponían en una mesa improvisada; los sacrificados libros,
sin culpas de ser escritos por misérrimos seres que pretendían con ellos vender
la idea de un mundo maravilloso mientras las pobres gentes gastaban su dinero en esas obrillas y tragando entero los
cuentitos mierdosos de buena vida, de un futuro mejor, creyendo que la unicidad con el universo era verídica,
mientras que los escritorzuelos, mofándose de sus lectores, se tomaban un buen fino trago de Whisky en su flameante
casa ubicada en el barrio más pudiente de una ciudad equis del planeta, los
libros se les ponían en el suelo repartidos dentro de tres maletas de viaje.
Cuando
se acababa la primera botella de vino, se daba por iniciado el ritual, los
libros fluían como revelaciones tristes, salían de las maletas justo a las
manos de todos los asistentes, las llamaradas estaban en su punto, era ese el
momento de deshojar los verdaderos girasoles y echarle sus tristes pétalos a la
hoguera y ahí se observaba como se consumían por las brasas pastas, hojas,
letras, contraportadas, nombres de seudoescritores.
El
vino iba y venía. A los libros se les leía un párrafo, al azar, y este se
convertía en la firma de su condena. Los alegres participantes echaban de uno
en uno libros a la hoguera y eran felices porque se salvaba a muchos futuros
lectores de estas miserables historias y de letras tan vacías. Pero la
felicidad concluía cuando alguno de ellos lanzaba el comentario.
-Mientras
nosotros quemamos aquí estos libros, hay otros, amantes de estas letras, que
libran al mundo de bellas obras como: Crimen
y castigo, El Quijote, Ana Karenina… para que personas como
nosotros, no tengan la posibilidad de leer y así caigan en el mutismo de no
pensar por sí mismos y terminar aspirando a una felicidad que no existe.
Esas eran las palabras finales, con las que se
concluía el rito iniciático y tristes, ebrios, quizás drogados, regresábamos a
la ciudad de la eterna primavera, ciudad versátil, dura, peligrosa, pero amada.